Siempre estuve
impregnada de rock. El de la infancia, sonaba a todo volumen y sacaba corriendo
a la tía Lucía. Los Prisioneros, Los Toreros Muertos, los Hombres G. Mientras
otras niñas de siete años no sabían lo que era pedir una canción en una
emisora, yo me iba al teléfono público del Seminario, echaba una moneda de
veinte y pedía “Devuélveme a mi chica” Mi hermano en la casa se desternillaba
de risa. Entrando a la adolescencia, tenía casetes que armaba grabando de la
radio. Era un revuelto de Vilma Palma, Eros Ramazotti, Enanitos Verdes y Palito
Ortega, con su célebre “Prometimos no llorar”, una canción que en la memoria
familiar está asociada a la frase: ¿Quién me quitó mi música? dicha con furia,
tras entrar a la casa en la bicicleta y descubrir que alguien me había apagado
la grabadora. Con la entrada a la Universidad, apareció el Metal y sus
mechudos. Haggard, Metallica, Iron Maiden, con “Fear of the dark”, que para mí
era una canción de amor. También estuvieron Sui Generis, asociado a una
tiendita llamada Los Tronquitos, y a una garrafa de vino barato, y Silvio, que
merece una historia aparte. Siempre fui parte de esas multitudes que “baten
mecha” en los conciertos, se saben de
memoria las letras y gritan cuando adivinan la canción que sigue. Impregnada de
rock, he empezado caminos en la batería y en el bajo. Ahora, para devolverle
toda la energía, los buenos recuerdos, el poder y la adrenalina que me ha
regalado, le ofrezco al rock, con toda la humildad, mi trabajo con el grupo de
niñas. Para que otros disfruten nuestros conciertos, bailen, batan mecha, y por qué no, también se
enamoren.
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