Diario Número Cincuenta y Tres
(No porque haya cincuenta y dos detrás, sino por el tiempo
que ha pasado: 14 de Septiembre del 2012)
Este es un diario sin interlocutor visible.
Pero vamos a imaginar que existe.
A veces, cuando uno tiene todo armado, cuando todas las
sinfonías que dirige están sonando a la perfección, ocurre algo. Se riega la
sangre sobre el mantel blanco, una piedrita vence el vidrio, se utiliza la
clave incorrecta al comienzo de una película. Y son cosas así, tan pequeñas y
sutiles las que hacen que todo se desdibuje, que la red se venga abajo.
Esta vez fue la escena de una
película. El niño, que ha estado a punto de suicidarse, admite ante el hombre
que lo rescata, que extraña a su mamá. Algo bastante simple. Que sin embargo
fue suficiente para descorrer ese velo de la muerte, para que todo el cuerpo se
convirtiera en una sola herida, cada vez más grande. Cada vez más abierta. Y
ver en el espejo de ese niño, cómo todo lo que uno construye, las compañías que
busca, los caminitos que emprende, las mascotas que trae, son arañazos,
pataleos desesperados, intentos por traer a la casa toda la vida que ella se
llevó.
Pero no es posible. Están hechas de
ese vacío las relaciones con los otros. Haga de cuenta que el alma tiene unas
capas, así como la tierra. Y que de pronto se va la capa más profunda. Las
otras capas entonces se reacomodan y llenan ese vacío. Pero claro, no es lo
mismo. El alma siempre va a resentir esa ausencia.
Ya han pasado varios años, dice uno.
Casi no me acuerdo. No, la memoria inmediata no se acuerda. Pero la profunda
jamás olvida. Esconde, pero no olvida. Y aprovecha cualquier oportunidad para
mostrarse. Entonces termina toda esa temporada en la que uno declaró: “Días
felices, llenos de música”.
Que el tiempo lo cura todo. Tampoco
es cierto. Uno se vuelve mañoso, le crecen garras, la piel se vuelve más
gruesa. Pero son formas de adaptarse al hecho de que cada día crece la
vulnerabilidad. Es como un charco de lava que lo circunda a uno. Y para
defenderse, uno construye su castillo. Que puede consistir, y este es el más
común, en “un trabajo estable”. A salvo de las preguntas, del tiempo libre que
es tierra fértil para la introspección.
En mi caso, esa “estabilidad” viene
de haber edificado una fortaleza con muchas torres. Transitar de la música a la
escritura a la danza al cine a los amigos a Luna. Y cuando ninguna de esas
torres está, o empiezan a fallar, soy una cosita así: (Hay que tener una lupa para verla. Ni
siquiera ruido hace).
Debería salir hoy. Los pajaritos
cantan (en su jaula). Las nubes (de humo) se levantan. El sol entra por la
ventana, a diferencia de ayer, que no quiso salir en todo el día. De hecho
tenía planeado construir un bonito aspecto con todo y sonrisa y salir a la calle a hacer averiguaciones. No
quedarme aquí. Pero es necesaria esta estación. Especialmente porque no se ha
disipado la niebla de la tristeza. Hoy, el día que apenas comienza, aún es
ayer, todo el ayer.